Bolivia ha iniciado la búsqueda de tierras raras, elementos esenciales para la transición energética global, en regiones como el cerro Manomó y Ayopaya. Aunque estos minerales son clave para fabricar autos eléctricos, turbinas eólicas y celulares, su extracción conlleva impactos ambientales severos, como deforestación, contaminación y pérdida de biodiversidad en zonas sensibles como la Amazonía, la Chiquitania y el Pantanal.
Expertos y organizaciones indígenas han alertado que este nuevo ciclo extractivo pone en riesgo los derechos de pueblos originarios como los tacana, cavineño y ese ejja. La explotación minera ya ha causado daños en el pasado, como la contaminación con mercurio por la minería aurífera. Ahora, con la llegada de proyectos de tierras raras, se teme la repetición de estos impactos sin el consentimiento de las comunidades.
La Ley de Minería y Metalurgia, vigente en Bolivia, permite que estos proyectos avancen sin realizar consultas previas, libres e informadas, a pesar de que están obligados por normativa internacional y nacional. Esta omisión vulnera el derecho a la autodeterminación de los pueblos indígenas y debilita sus sistemas de organización y toma de decisiones comunitarias.
A pesar de los riesgos, el gobierno boliviano ve en las tierras raras una oportunidad económica en medio de una profunda crisis fiscal por el colapso del modelo basado en hidrocarburos. Sin embargo, analistas como Miguel Vargas y Héctor Córdova advierten que sin salvaguardas adecuadas, el país podría profundizar un modelo extractivo que amenaza el equilibrio ambiental y cultural de territorios indígenas.
En este contexto, Bolivia enfrenta una decisión clave: seguir profundizando el extractivismo en nombre del desarrollo o avanzar hacia una transición energética verdaderamente justa, que priorice los derechos de los pueblos indígenas, la protección ambiental y la sostenibilidad a largo plazo.